¡QUÉ PAÍS!

 Por Juan Romero Sierra



Cuando yo era niño (en el año catapúm, pues ya ha llovido desde entonces), tocarse más abajo del ombligo era pecado. Como ahora, supongo, pues, que yo sepa, la Iglesia católica sigue en sus trece. Vigentes permanecen los dogmas aprobados a lo largo de los siglos, y vigentes permanecerán, no obstante los disparates que completan la larga lista, aprobada, según Goethe, para dominar y someter a su voluntad a la gente. Bueno, no a toda la gente, sino a la gente que se deja dominar, que no es poca. «La masa estúpida», la llamó, de hecho, el alemán, una de las mentes más preclaras de su tiempo. Lo que significa, dicho de otra manera, que los que no se dejan dominar, en esto como en todo, son contaditos.


Los años es verdad que no pasan en balde, salvo en lo de dejarse dominar, pues esta, como toda regla que se precie, tiene también su excepción, y antes se nos cubre la cabeza de canas o se nos lleva la parca, ya centenarios, que sacudirnos todo yugo, a los que tan aficionados somos unos y otros: los que nos los imponen y aquellos que celebran la imposición; en particular, los españoles. «¡Vivan las cadenas!», gritaba el pueblo español en tiempos de Fernando VII. Y más recientemente: «¡Viva Franco!». Lo que explica que el segundo muriera en la cama de viejo y de pellejo y las colas para visitar la capilla ardiente y llorar su pérdida fueran interminables; hasta que, digo yo que debido al mal olor que empezaba a desprender el cadáver, alguien dispuso: «Al hoyo». De lo contrario, para mí que las colas seguirían como si tal cosa, o peor aún: el dictador gobernando España, si la muerte, la otra cara de la vida, no se hubiese cobrado su tributo. Y si nos remitimos al presente..., mejor no «meneallo», ajá. «Que nos va la marcha, Juan», sostiene un sociólogo amigo, y así debe de ser, pues, de lo contrario, no se explica lo que está pasando, y otra más amable, o menos cruel y menos perversa, sería la faz de España.

Entonces, cuando yo era niño, todo era pecado, la verdad, no solo tocarse más abajo del ombligo. Pecado era incluso comer carne, en Cuaresma. Los que podían permitirse el lujo de comer carne, claro. Porque el grueso de la población no la cataba sino en Navidad, y no pocos la diñaron sin haberla catado. Pero eso, de lo que no hay que culpar a la fatalidad, no era pecado. Ni lo es hoy, ni lo será mañana, dado que, según la Iglesia, así lo ha dispuesto Dios, quien conduce el curso de los acontecimientos, según consta en uno de los dogmas aprobados por la institución. El hambre, pues, como el resto de calamidades que azotan y afligen a los seres humanos, es obra de Dios, y de nadie más. Menos aún es obra de las autoridades, quienes las ha elegido expresamente Dios para que con la espada lleven a cabo un juicio justo; así consta en una de las epístolas de san Pablo incluida en el Nuevo Testamento, y así, sin quitar ni añadir punto ni coma, propugna y defiende la Iglesia católica, fiel al de Tarso.

Claro, que, como en esta vida todo tiene solución menos la muerte, los que se personaban en la parroquia y pagaban lo estipulado por la Iglesia, que no iba a parar a las arcas del Estado, sino a sus propias arcas, quedaban eximidos de cumplir con el precepto,  y chuleta tras chuleta a la barriga, hasta atiborrarse; los ricos, como es lógico, dado que los pobres ni carne ni pescado: potajes que te crió, y un huevo frito con patatas fritas los domingos, que no toda fiesta de guardar. La dispensa o bula, así pues, estaba de más para los pobres, que ya se atracarán de chuletas y demás manjares sabrosos en el cielo cuando la palmen, que tampoco, dado que en el cielo no hay cochinillos, ni faisanes, ni vacas, ni corderos, ni «ná» de «ná», por lo que a saciar el apetito se refiere. Y en cuanto caían en sus manos dos pesetas, al pobre se le iban en comprarse unas alpargatas y echarle un remiendo a los calzones, heredados del padre, razón por la que cabían en ellos varios hermanos. «¡Qué moda más horrorosa!», recuerdo que exclamó mi hija cuando aún era muy joven y vio por la tele un reportaje de la época. «Pero horrorosa», recalcó cuando las cámaras centraron su atención en la correa con la que los pobres se sujetaban los pantalones: una cuerda, amarrada a la cintura.

En la segunda década del siglo XXI, en el que estamos, tres siglos después de aquel otro que, por lo que supuso para el avance del pensamiento y de la razón, mereció ser llamado el Siglo de las Luces, ahora que ya peino canas y estaba en que determinadas cosas las habíamos superado, una figura pública de este país llamado España, no conforme con considerar pecado tocarse más abajo del ombligo, pide encarecidamente a la Iglesia que, además, reciba la misma consideración que un crimen, por tratarse de un crimen, según defiende, aquello que trae aparejado en la mayoría de los casos: millones de espermatozoides que, cual tapones de botellas de champán, salen disparados sin oficio ni beneficio, es decir, gratuitamente, sin posibilidad de que uno de ellos fecunde un óvulo y acabe convertido en un hombre o una mujer de provecho. O, dicho con mayor propiedad (no nos engañemos), para que de él o de ella se aprovechen y exploten vilmente los listos de turno, como sucede en la mayoría de los casos. Pero esto (la explotación de los más para satisfacer la codicia de los menos), lejos de ser un crimen, ni siquiera merece el calificativo de pecado.

Hasta eso, en resumidas cuentas, nos quieren quitar los nuevos gerifaltes, que de nuevos, ya se ve, no tienen sino el nombre, y en la mayoría de los casos, como el de tan ilustre dama, son peores que los que pasaron a mejor vida, amén de unos meapilas incorregibles.

El vocablo gerifalte no solo se utiliza para designar al jefe, autoridad o persona descollante. En determinados ambientes, en los que el rufián reina, quien roba o hurta recibe, entre otras, la misma denominación. De ahí que lo haya citado, puesto que a los pobres, como al enemigo, ni agua, menos aún alguna que otra alegría, como la de tocarse más abajo del ombligo, que es lo que pueden permitirse sin necesidad de que les cueste el dinero y casi siempre en soledad. La misma soledad y el mismo desamparo que les acompaña desde que el mundo es mundo, o España abrazó la fe católica, dado que de España hablamos.

Juan Romero Sierra es autor de El manuscrito Nomentum, novela publicada recientemente por la editorial Raíces.

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